EL País
Donald Trump vuelve a la carga. Asediado por las encuestas, el presidente de EEUU ha decidido ir más allá que sus predecesores e incluso que su propio partido y, según fuentes oficiales, va a anunciar hoy una histórica rebaja de la presión fiscal para las empresas.
La medida, que reducirá del 35% al 15% el impuesto de sociedades, busca reactivar la fe de su electorado en un presidente que, a punto de cumplir los primeros 100 días de mandato, acumula más fracasos que aciertos.
Trump no se fía en exceso de las personas. Ni de las encuestas. Si algo respeta el multimillonario es su instinto. Bajo su guía ha superado quiebras, se ha enriquecido y ha ganado una elección que a muchos les parecía imposible. Y ahora, en un momento especialmente delicado, ha vuelto a mirar su luz.
La rebaja fiscal, según los medios estadounidenses, ha sido acordada por sorpresa. El presidente no quería desaprovechar la oportunidad. Públicamente desprecia la fecha de los 100 días, que se cumple este sábado, pero en su entorno más cercano había crecido la inquietud. Excepto la elección para el Tribunal Supremo del conservador Neil Gorsuch, apenas tiene ningún éxito en casa que lucir. Todo lo contrario. El escándalo del espionaje ruso avanza firme, su veto migratorio sigue bloqueado en los tribunales y la reforma sanitaria fue rechazada por su propio partido. Este último fracaso le amargó más que ninguno.
La apuesta por acabar con el Obamacare era un símbolo de los republicanos, un anhelo que les unió como ninguno durante los años de oposición. Pero una vez en el poder, el intento de materializarlo desembocó en un desastre. Pese a contar con mayoría en ambas Cámaras, Trump no fue capaz de convencer a los halcones del Tea Party ni a los moderados y, entre los vítores de la oposición demócrata, se vio forzado a retirar el proyecto. La humillación le marcó. En privado lamentó haberse dejado convencer por sus asesores y no haberse fiado de su instinto. Esta vez lo ha hecho.
La propuesta, que previsiblemente se presenta hoy dentro de un paquete más amplio de medidas impositivas, tiene una enorme potencia de tiro. Sumada a las tasas locales y estatales, la presión fiscal a las empresas ronda en EEUU el 40%, una de las más altas de Occidente y, a juicio de las compañías, un gigantesco obstáculo para la inversión. Barack Obama ya había planeado recortarla a un 28% y los republicanos plantearon el 25%. Trump ha ido más lejos.
La implantación del 15%, muy por debajo de Francia y Japón, supondrá que la arcas federales dejen de recaudar dos billones de dólares en diez años. Una merma que ni Trump ni sus asesores han explicado bien cómo será compensada. “Se cubrirá conin el aumento económico que proporcionará”, ha zanjado el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin.
Esta falta de concreción puede pasarles factura. Las cuentas públicas atraviesan un periodo oscuro. Aunque la economía vuelve a respirar, el déficit representó en 2016 el 3,2% del Producto Interior Bruto (587.000 millones de dólares) y la deuda pública ronda el 105% del PIB (casi 20 billones). Son magnitudes que los republicanos tienen presentes en toda negociación. Para ellos, cualquier número rojo implica un anatema. Esta discrepancia con Trump puede ser letal en el Senado, donde su partido sólo dispone de cuatro senadores más que los demócratas y una fisura mínima hundiría el proyecto.
Esta batalla, de momento, queda lejos para el presidente. Enfrascado en la supervivencia diaria, su objetivo es más inmediato: superar la racha de reveses domésticos y ofrecerle a su electorado otra promesa electoral cumplida. Es un terreno en el que Trump se mueve a gusto. Aunque las encuestas muestran que su valoración toca mínimos históricos, en la faceta económica sigue liderando los sondeos. Sus votantes, pero también una parte importante de aquellos que no le dieron su papeleta, creen que es el mejor para hacer avanzar al país por esta senda. El recorte fiscal, un detonador de la euforia empresarial, ahonda esta percepción. Y sumado a su prometido plan para invertir un billón de dólares en infraestructuras y la incipiente desregulación de Wall Street le aseguran la plaza. Pero la maniobra, muy propia de Trump y su pasado como tiburón inmobiliario, entraña peligro. Juega en corto a costa de arriesgar en el largo plazo. Y esta vez, el activo es Estados Unidos.